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Kilómetro cero…

Viene bien de cuando en cuando que aparezca en tu camino una voz amable que no te ría las gracias como la mayoría. No haría más caso que el imprescindible si no fuera porque esa persona enganchaba esta página mañana sí mañana también a la espera de unas letras que le hicieran olvidar la dura realidad que le tocaba vivir el resto del tiempo. Les contaré su caso a sabiendas que me traerá alguna reprimenda por no haberla consultado antes, y es por eso que no daré nombres, para que al menos me siga invitando a café y esas pastas rellenas de chocolate que me pirran tanto. 
Julia, pongamos por caso, malvivía en un barrio de una gran ciudad, con una vida hipotecada por cuatro paredes y un techo que le sacaban los ojos cada principio de mes porque un banco le dijo que eso del Euribor subía lo justo. La pobre pasó de pagar seiscientos euros, a medias con su pareja, a mil, por aquello de la crisis del ladrillo. A todo esto, Julia, que trabajaba por nueve euros la hora en una cadena de ropa para niñas guapas, decide a sus treinta y poco que ya era hora de tener un niño, que era el momento, apoyándose en unos ahorrillos y en un trabajo que daba de comer. El tiempo le quitó la razón, como suele pasar. Pero para no aburrirles demasiado, que cada uno tiene lo suyo, pensarán, le resumiré el cotarro en pocas líneas. Al cabo del tiempo, y como esos flashes de las pelis, nos encontramos que Julia, currelas como nadie y de sonrisa dispuesta, por lo del maldito Euribor, se veía incapaz de pagar la hipoteca, vamos,  que no le llegaba ni con su sueldo entero, y encima el marido había perdido el trabajo en la obra, con lo que la situación se tornaba insostenible. A estas que llegan los recibos devueltos y las depresiones, por lo que su pareja decide aceptar un trabajito fino de pasar unos paquetitos de nada hasta la bola de farlopa y le meten en chirona antes que cante un gallo. A ella, aturdida, le sobrepasa el temita y cae en una depre que la tiene sedada las 24 horas del día por algún psiquiatra mamón que decidió que la terapia no era la mejor manera de salir de aquello. En esas que pierde el niño y se ve sola, sin casa, sin pareja, sin un proyecto de vida y, lo que es peor, sin ganas de nada y con la dignidad por los suelos…
Le perdí la vista después de aquello. Se fue con su madre al pueblo para comenzar de nuevo una vida de verdad, o al menos intentarlo, a pesar de todo lo que arrastraba.
Hace poco me la encontré, recuperada, guapa, con su melena larga y esa tez fina que siempre la distinguió de entre las iguales. Me dio un gran abrazo, sincero, y me alegró el día comprobar que todo le marchaba diferente, que había encontrado una manera de salir adelante con lo poco o mucho que le diera la vida. 
Hoy Julia vive en un piso compartido con amigas, trabajando de lo que ha estudiado, al fin, y con toda una aventura vital por delante, ilusionada por haber vuelto de las catacumbas a la superficie, orgullosa de un esfuerzo que ha visto su recompensa. Hará unas horas me llamó para preguntar por mi vida y me reprochó que fuera últimamente tan negativo en mis escritos. Me limité a sonreírle y pasar a otro tema, pero me quedé dándole vueltas al comentario cuando colgué. Estuve varios días sin darle a la tecla por lo mismo, hasta que caí en la cuenta. Es por eso que quiero hacerle caso y comenzar yo también de nuevo, a su imagen y semejanza, salvando las distancias, porque ejemplos como el suyo bien valen un brindis por el camino que está por andar, aunque nos encontremos desanimados, con el alma aburrida, plantados en el mismísimo kilómetro cero…

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