Nos mintieron. Nos dijeron que para alcanzar un buen puesto trabajo nos hacía falta muchos títulos en la pared. Nos intentaron convencer de que el resultado era más importante que la actitud, que el esfuerzo es una virtud de los torpes y que los inteligentes eran los que aprobaban los cursos sin demasiados problemas. Nos creímos que equivocarse era un error, y que el éxito consistía en acertar siempre. Se inventaron que caerse era un fracaso, y que perder te determina. Nos impusieron pensar sin sentir, hacer sin pensar y sentir sin decir demasiadas cosas que molesten.
Nos explicaron que vivir era arriesgar poco y atreverse lo justo, que los miedos se evitan y que la personalidad no cambia. Nos expresaron que el apellido marca la existencia, que del dolor no se aprende y que la maldad abunda. Se quejaron de nuestra generación, de que somos vagos, perezosos, hedonistas y sin capacidad para sacrificarnos. De que somos fantasiosos, altivos y poco disciplinados. De que somos orgullosos, expertos en excusas y cortos en honores. Nos hicieron creer que éramos la crisis, que teníamos la culpa y que no hacíamos nada por solucionarla. Pero todo era mentira.
Porque los he visto abrir negocios desde la nada, con frío en el bolsillo y la ilusión por bandera. Los he visto trabajar por nada más que la experiencia de hacerlo, de lo que fuera, superando vergüenzas y temores. Luchando sin cesar es una guerra sin cuartel contra la expectativa de los mayores, la lógica de los razonables y la sonrisa irónica de los supuestos realistas. Lo he visto avanzar sin dudas hacia sus sueños, peleando cada palmo de terreno, porque saben que la gloria no se haya en el resultado, sino de saberse en el camino elegido.
He visto una generación echarse a la calle para reclamar sus derechos, reinventar los proyectos de vida por las circunstancias, coleccionar motivos en vez de justificaciones, miradas con abrazos y besos con el alma. Los he visto comenzar cada día de nuevo, soñando despierto y el corazón entregado a cualquier causa. Los he visto levantarse, seguir aprendiendo, insistir hasta lo indecible, exponerse al sufrimiento, escuchar reproches y demostrar su valentía con gestos verdaderos. Llegar lejos, al otro lado del mundo, navegar mil océanos, retarse cada día, agarrar los atardeceres, escribir los mejores versos, pintar los más bellos cuadros y hacer que se cumplan los más imposibles deseos.
Los he amado hasta el infinito, porque son guerreros pacíficos del momento, guardianes de sus propios objetivos, a pesar de todo, de las dificultades, los políticos, las empresas, la escasa cultura directiva de este país. Víctimas de una herencia de valores rancios llenos de prejuicios, basada en la autoridad y en el mal desafío. Una sociedad que estima únicamente el resultado, la facturación, la nota en el examen, un número en la cuenta a fin de mes, barriga llena y un verano sin sobresaltos.
Los conozco, seres normales que hacen cosas extraordinarias, que imaginan la forma de sobrevivir, que emprenden, se desarrollan, crecen como personas, que evalúan su propia felicidad por encima de todas las cosas, que dicen que no a la tradición impuesta, que miran a los ojos del miedo y deciden dejar de creerse todo lo que les han dicho para empezar a comprobarlo por sí mismos, ese gran descubrimiento…