Desperté al oir la cancela del zaguán abrirse y levanté deprisa para no asustar al vecino, pero aún me estaba ajustando la mochila cuando de la portezuela salió un hombre mayor de traje antiguo y barba poblada que hizo por saludarme al reparar que había estado allí descansando. El señor era ciego. Palpaba la cerradura para poder cerrar con llave, al tiempo que con la otra mano agarraba la correa del perro que parecía ser su guía, uno de esos pastores alemanes dóciles y curiosos. Se extrañó de que un viajero pasara por su pueblo, que decía no tener nada “bonito de ver”. Sonreía al explicarle mi camino y mi propósito de continuar hasta Sanlúcar, aunque dejé entrever que no sabía si pasaría siquiera de ese día. Estoy seguro que notó que no era el mejor momento de mi viaje, pues mis palabras no eran precisamente de alguien ilusionado. Y ahí llegó el milagro. El buen hombre quiso guiarme al sentirme perdido y algo triste. Sin vacilar, me cogió con su mano recia del codo y, con una voz grave, me largó… venga, te acompaño y te digo un atajo, como el niño travieso que cuenta un secreto a su compañero de cuadrilla…
Un ángel en Rus…
Ha pasado tiempo, lo justo para ordenar en mi cabeza momentos del camino que no vieron luz en el diario que os iba relatando allá por Mayo. Pero ahora que todo acabó, mirando atrás con la lucidez que da el paso de los meses, quiero recordar uno de esos ángeles de la guarda que se cruzaron en mi aventura y que me hicieron seguir adelante con la fe y la fuerza que transmite la gente especial que habita por nuestros lares de cuando en cuando…
Amanecía allén de los campos de olivos infinitos que vislumbraba en el horizonte, con tres días de caminata en las piernas y una mochila que pesaba más que las ganas de seguir adelante. Salía de Baeza hacia Linares con la moral aturdida por el desgaste físico pensando en todo lo que aún me quedaba. Así continué varios kilómetros, algo desconcentrado de la ruta, hasta que terminé por desviarme sin aclarar el lugar exacto donde me hallaba. Con la idea del abandono prematuro rondando mi cabeza llegué a un pequeño pueblo llamado Rus. Aproveché para llenar de agua mi cantimplora y me senté en el primer escalón de una casa para coger aliento y seguir la senda. Las pocas fuerzas y la baja moral me hicieron bajar la mirada a mis piernas y torcer el gesto, y quedé traspuesto un par de minutos, apenas sé exactamente cuánto, con la cabeza apoyada en la puerta de una típica casa andaluza de muros blancos.
Fueron pocos minutos, pero dio para mucho el rato que estuvo conmigo caminando. Me contó que llevaba veinte años ciego, que aún soñaba con su mujer fallecida hace mucho y que la recordaba con nitidez, que siempre quiso hacer el Camino de Santiago, que su perra lo era todo… Y me escuchaba extasiado mientras yo le hablaba de mi aventura, del sufrimiento de saberme débil, de ver nacer el día en la senda y sentir que merecía la pena lo que estaba haciendo. Y así llegamos al final de su pueblo. Me despidió con un buen apretón de manos y deseándome mucho ánimo, desprendiendo sinceridad en cada acento. Y allí quedó, mirando mis pasos a lo lejos como si me viera, con la sonrisa en la cara creyendo más en mí que yo mismo en ese instante, y solo hacía diez minutos que lo conocía…
Ese tipo no lo sabe, o quizás sí, pero nunca podré agradecerle lo que me ayudó conversar con él durante ese pequeño trecho. Barruntaba hasta entonces volverme para casa, pero tuve la suerte de caer en su puerta y todo cambió. Entré en Linares pensando en aquel señor, sin distinguir demasiado, por el cansancio, si ese paseo por Rus fue real o sólo uno de esos fantasmas que me visitaron durante el camino, y aún a veces lo dudo si intento hacer memoria. En cualquier caso, fuera así o no, merecían unas palabras en este blog aquella mañana de Mayo en la que un hombre ciego guió mi camino y salvó a quien les relata de dejar de creer en imposibles y acabar con mi sueño convertido en pesadilla, enseñándome que el ciego era yo en ese momento, por no querer ver que llegaría donde realmente quisiera, como así terminó siendo…
sobrecogedora historia, y siempre bien contada.
q bueno kike.
No hay peor ciego que el que no quiere ver…
María Vázquez