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Manda pantalones…

La historia amable de los martes asoma con retraso, como los cerebros de quienes nos gobiernan. Y es que lo recuerdo como si estuviera grabado en dieciseis milímetros y me la pusieran los sábados.
Era costumbre, y sigue siendo, hacer una fiesta al finalizar el curso en el colegio. Venía a ser un día especial, te despedías de los amigos hasta el año siguiente, una eternidad vista desde los ojos de un niño de 6 años, porque es lo que tendría, se trataba de 1º de EGB, del último día.
Esa mañana era la mejor, amanecía pronto y el sol era noble en el horizonte mientras enfilabas la escuela con tu bolsita de gominolas pertinente, por aquello de colaborar con el momento, ya saben. Recuerdo que aquella mañana mi madre me vistió un pantaloncito blanco corto, ese que usan los niños buenos en verano, prenda que iba hacer que recordara ese día toda mi vida. Volviendo al tajo, llegábamos a clase, previamente decorada con cartulinas de colores y soles relucientes que daban vida al aula, nos sentábamos, y Manoli, la tutora, ponía música en el viejo radioasette que había servido para repetir abecedarios durante el invierno. En aquella época ya creía ser mayor, tenía un buen grupo de amigos, compañeros de travesuras y correteos en el que ejercía de ilustre cabecilla, y claro, como ya era «mayor», ya tenía mis devaneos infantiles con la linda de la clase, gajes de la popularidad…
Pero no todo iba a ser tan idílico, por mucho que el día apuntara como nunca. Llevando diez minutos sentado, un mal gesto al agacharme a coger un maldito caramelo de fresa hizo que el pantaloncito blanco se rajara desde donde acaba la cremallera hasta donde se amarra por detrás el cinturón, vamos, que ya no era una prenda, eran dos, y yo en medio. Y ahí acabó la fiesta y empezó el infierno, se esfumaron los correteos y travesuras, se terminó aquello de acercarse a la muchacha mona, y hasta se me fue el apetito de gominolas, pues las repartía Manoli, la profesora, en su mesa, y para ese menester era necesario levantarse…
Recuerdo las caras extrañadas de mis amigos y hasta de la niña guapa, que me miraban y me preguntaban por mi repentina actitud, tan melancólica, sin saber que estaba sentado en un retamal de tela deshilachado e indigno. Aguanté el tirón, no me moví de mi asiento mientras los demás no calentaban posaderas y se hartaban de chucherías hasta rozar el cólico. Y tocó la sirena, salí como pude y allí estaba mi madre esperando, inconsciente de mi fatídico fin de curso. Con el tiempo entendí que eso de ir con el culo al aire iba a ser una tónica en mi vida, pero al menos ahora, si quisiera, me zamparía todas las gominolas que me apeteciera, no dejaría de hacer travesuras con mis amigos, y hasta cortejaría a alguna niña mona, porque en realidad, en este mundo, todo cristo va en pelotas…

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