Si no lo cuento reviento. Iba camino del coche, en plena noche, dispuesto a emprender camino a casa después de un fin de semana con mi familia. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no tendría suficiente gasolina para llegar, por lo que me paré en un cajero en cierta avenida para sacar algo de dinero y revisar de paso mi tullida cuenta corriente. Era de esos cajeros en los que tienes que entrar con tu tarjeta, tras una cristalera, resguardado del frío y de los peligros de puedan rondar por aquellos lares en forma de cacos y aprovechados. Esperé fuera, como manda, pues dentro había una mujer mayor ataviada con uno de esos abrigos caros y moño recogido, con zapatos de tacón y abalorios variados colgando de la pechera. De esas típicas ricachonas, pensé, que vienen del teatro o de ponerse ciega a langostinos, que lo mismo me da.
Tardaba en salir, parecía nerviosa y de cuando en cuando se giraba sobre sí misma. Al momento desencajó la puerta y me pidió que la ayudara, que por lo visto no había traído las gafas y se equivocaba cada vez que le daba a la dichosa tecla. Y entré, inocente, pensando en echarle un cable a pesar de la fachada estirada de la señora y el olor a Armani que iba dejando desparramado, dando buena cuenta de lo mullidito de su bolsillo. Y fue entonces cuando lo entendí todo, en un instante.
Solo hizo falta entrar allí para darme cuenta del cotarro. En una esquina de aquel vestíbulo, entre cartones, huyendo del invierno, había un hombre de piel morena y barba abundante que dormitaba sereno con la manta a la altura del pecho. A su vera un perro que me miraba fijamente, con ojos tristes pero dignos, pareciendo vigilar como suyo aquel pequeño trozo de suelo conquistado por su amo. No hizo ademán violento, ni mucho menos. Allí permanecía impasible, no como la mujer, alterada por la situación, no fuera, imagino que pensaría, a robarle el bolso o asustarla aquellos dos seres desgraciados que no querían otra cosa que pasar allí el rato, calentitos y en soledad, protegidos de las inclemencias de la calle y de una escarcha que caía a plomo. Pero lo peor aún estaba por llegar, créanme.
La señora no quería sacar pasta, ni mucho menos. Ya me extrañaba que así lo quisiera y me invitara a pasar, desde luego. La mujer portaba entre sus manos un número de cuenta que al parecer había visto en la tele en uno de esos anuncios donde una fundación solicitaba ayuda económica para todo esto del terremoto de Haití. Y allí la tenían, dispuesta a soltar 10 míseros euros para esa pobre gente, sumida entre teclazos y números mientras le rozaba la pelambrera de su abrigo de piel un chucho desmayado y un vagabundo muerto de frío. Y yo, para colmo, ayudándole a perpetrar tal acto amigos míos.
Y de esa guisa se perdió entre los coches de la avenida, contenta de haber cumplido con su conciencia, con las manos limpias y la cabeza bien alta por haber ayudado a personas que habitan a miles de kilómetros de distancia, en el mejor de los casos, porque dudo mucho que algo de aquel dinero llegue realmente a su destino, pero eso a ella le daba seguramente lo mismo, y si no que me lleven los demonios si mi intuición fallara…
Y así me fui para mi casa, con el corazón retorcido y el alma partida en pedazos, por aquel hombre y aquel perro, y por aquella señora de abrigo caro y moño recogido, cruel ejemplo de lo que ocurre cada día en nuestra infeliz España, cuna de imbéciles de tres al cuarto y personajes sin escrúpulos que miran para otro lado cuando Dios aprieta al vecino, encantados de haberse conocido por soltar limosna a la lumbre de un cajero olvidado, y encima yo, en este caso, apretando el gatillo de las vergüenzas y los horrores, triste desenlace de un crimen en el que hay pocos inocentes y muchos, demasiados, culpables, entre los que me cuento…
kike emocionante tu relato de hoy. somos verdaderamente culpables de pensar que con unos euros hacemos un favor y es posible que lo unico que estemos ahciendo con eso sea alimentar los bolsillos de ricos aprovechados. Besos
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