Las personas transitamos por el mundo encontrándonos con entrenadores de lo humano que ponen a prueba nuestra fortaleza, a veces hasta el límite. Los sufres un tiempo, hasta que tomamos caminos distintos y solo queda el recuerdo y, con suerte, algún aprendizaje.
Fue el caso, en mis años mozos, rondando los doce años, en esa época en la que no se sabe la diferencia entre ser un niño y ser adulto. En ese tiempo en el que empiezas a conocerte a ti mismo y aquello que te rodea. Era un chico tímido, aunque les cueste creerlo, callado e individualista. Eran los primeros días de Septiembre, el curso empezaba y las hojas comenzaban a caer de los árboles. Un nuevo año escolar, con la salvedad de que éste era especial. A mi padre lo habían destinado a Santa Cruz de Tenerife, lejos de nuestra tierra, lejos de nuestros amigos de siempre y de las costumbres familiares, y allí fuimos toda la familia, a emprender una nueva aventura a miles de kilómetros de distancia.
Siempre me gustó el deporte, y, por aquello de integrarme, decidí entrar en el equipo de fútbol sala del Isabel la Católica, mi colegio, y así de paso conocer la isla cada sábado de partido, en ese roído autobús que ponía la escuela. Pero el protagonista de la historia no soy yo, ni siquiera el colegio o la isla. Quería hablarles del entrenador que tenía aquel equipo de chavales vacilantes. Lo llamábamos por el apellido, Bonilla, lo cual ya se hacía extraño. Peinaba canas, gafas de sol y un chándal azul de la marca más económica que hubiera. No hablaba demasiado, y casi mejor, pues si lo hacía era para acordarse de nuestras madres por no tomarnos en serio la contienda o el entreno. Nos daba un miedo atroz, tanto que recuerdo muchas veces llegaba al descanso de los partidos, momento en el que íbamos perdiendo en ocasiones, y la sola mirada acusadora te responsabilizaba hasta el punto de terminar ganando casi siempre por goleada, fuera quien fuera el rival. No sabía demasiado de técnica ni de táctica, no dudaba en sacarte del campo si tenías la osadía de sonreir o de faltar el respeto. Y lo que empezó siendo un año más de actividades extraescolares acabó por ser la temporada perfecta, ganando todos los partidos, excepto la final, y sintiendo cada uno de nosotros la sensación de hermandad alrededor de un hombre que nos puso al límite, quizás antes de tiempo. Nico, Kiko, Victor, Isaac, Javi, y los demás, sufrimos en carnes a un líder que la pedagogía actual rechazaría, pero que nos llevó a rendir por encima de lo imaginable, elevando nuestra autoestima en un lapso fundamental de nuestras cortas vidas.
En él pienso hoy día muchas veces cuando digo a mis pacientes o en alguna charla aquello de que tu mejor entrenador será aquel que más te haga sufrir. Más allá de las formas, Bonilla nunca imaginó el favor que hizo a aquellos preadolescentes para el futuro, y en concreto a mí, que aún hoy le doy sentido a esa frase que tanto nos repetía. No la entendí entonces, ahora sí, pues me di cuenta que los peores momentos de la vida de una persona, aquellos contextos donde más sufre, son grandes oportunidades de aprendizaje, de uno mismo y del mundo que habita. Que nadie nace sabiendo, y que de los instantes en los que estamos en el agujero surgen los mayores brotes de crecimiento personal, aunque en la oscuridad cueste verlo. A lo mejor es la penitencia que pone el destino a quien los supera, negar en el presente algo que con el tiempo recordarás con una sonrisa. Y por eso utilizo unas líneas para saldar mis deudas. Lo merece Bonilla y aquel equipo invencible que formó desde cero y que dió sentido a tantas cosas. Gracias entrenador, por ser tan bueno, gracias, de verdad, por ser tan hijo de puta…