Enrique Vazquez Oria

Excursiones y tragedias….

La ocasión y mi ausencia, por justificada que sea, lo merece. Pequeñas anécdotas de mi breve existencia que hagan el café de primera hora más agradable al paladar, exquisito o rancio según lo que haya detrás, que para paladares y gustos, colores.
Recordarán vuesas mercedes, si tienen a bien, aquellas primeras excursiones en el colegio. Las recordarán porque eran emocionantes. Te subías al transporte a primera hora, entre carcajadas y bromas, los mayores trabajando, de un lado para otro, con cara desencajada, y tú pegado al cristal del autobús saludando al que más y al que menos, embobados al conocer que, más allá de tu aula, en horario de clase, existía vida y movimiento. Sentarte con tu mejor amigo, cerca de la niña que te hacía ojitos, cantar al unísono, esa mochila con el bocadillo, en papel albal, y alguna bolsita de golosinas que duraba bien poco…. Todo lo preparabas con ilusión desde días antes, con la certeza de pasar una mañana repleta de nuevas sensaciones, risas, juegos y algún que otro guiño inocente a la guapa de la clase.
En esas estamos, la tarde antes, siguiendo el ritual de siempre, mi madre me dio doscientas pesetas de la época, un Potosí, para visitar a Don Paco y canjearlo por una bolsa repleta de confituras azucaradas, las mismas que al día siguiente zamparíamos con vehemencia y desasosiego. Casi merecía la pena el viaje sólo por aquellas chucherías, pues el lomo empanado estaba bueno, no se me enfade, madre, pero el paladar de los seis años no es amigo de las proteínas en demasía…
Vuelta al hecho, que desvarío. Ya en casa, todo preparado, con Sergio, sentados en aquel sillón de escai negro que se pegaba a la piel, empezamos, al mismo tiempo, a sentirnos mal, como con fiebre. Mediaba el silencio, y las caras se iban desencajando por momentos. Allí, los dos, cada vez con peor cara, callados, pues era mejor no decir nada, era impensable perderse la excursión, aunque sólo fuera por las golosinas, por eso o porque la gente no pensara que tu mamá no te dejaba ir porque le daba miedo, que había madres para todo…
Pero cuando el cuerpo dice basta no hay excusas. Tras un rato ensimismado, cada uno mirando al suelo, tristes pues nos olíamos el pastel, Sergio decidió irse a casa, creo que ni me despedí, estaba enfadado con él, por enfermar, y conmigo al mismo tiempo, por lo mismo. A la mañana siguiente una llamada, era Sergio, que no iba, colgué sin escuchar excusas, me había quedado de un brochazo sin compañero de asiento, sin chucherías, pues se las llevó el indeseable el día anterior, y sin vergüenza, pues no tardé más de dos minutos en decidir que yo tampoco estaba en condiciones de ir a ningún lado, la dichosa fiebre, ya saben. Algún Dios inmisericorde que quiso darnos la vara aquel día de Mayo… y es que no hay que subestimar al destino, tan cruel como caprichoso.
Aquella fue, la historia de dos niños y una excursión que acabó en tragedia, a pesar de Don Paco, las chucherías, el lomo adobao, el autobús, la niña guapa y la madre que los parió…