Pero el destino siempre te tiene guardada una moraleja a la vuelta de la esquina, y esta vez no iba a ser menos. Llegué a pie de aquel poste después de bastante rato conduciendo, bajé del coche, alcé la vista y ni rastro de la cantimplora. Incluso miré por los alrededores y nada. Recuerdo que quedé un rato allí pasmado, mirando el poste donde la dejé, elucubrando sobre cuánto tiempo permaneció allí huérfana desde que cometí el crimen de abandonarla después de casi quinientos kilómetros conmigo. Nunca sabremos su paradero, pero quiero creer que otro viajero la recogió en su camino y la tiene a buen recaudo, con un fruncido en el golpe y el olvido de un antiguo acompañante que pagó con quien no debe la dura realidad del momento, ese que vuelve arrepentido cuando ya es demasiado tarde, cruel como la vida misma…
Cosas del camino…
Les parecerá trivial la cuestión, pero el hecho es que la foto que ven pertenece a la última instantánea que tomé de la cantimplora que me acompañó todo el camino del Guadalquivir. Ocurrió que, en un arranque de furia por el cansancio y la desesperación de aquel día, tiré al aire lo primero que tenía a mano, que fue la cantimplora, y se rompió por un borde, quedando casi inservible. Fue entonces cuando decidí colocarla en aquel poste, quedarme un rato mirándola, como pidiendo perdón, y seguir mis pasos hacia mi destino, echando la vista atrás de cuando en cuando. Allí se quedó para siempre, en aquella senda dejada de la mano de Dios debido a un momento de sofoco. No le di demasiada importancia al principio, pero fueron pasando los días y le seguía dando vueltas al hecho, hasta tal punto que, al cabo de la semana de llegar, ya con las piernas descansadas, decidí con mi coche poner rumbo al sitio donde recordaba haberla dejado, pues se trataba de un lugar de difícil acceso, lo que hacía más que posible que allí permaneciera aún…