Me acuerdo como si fuera hoy de una de las suyas, la del día que reunió lo suficiente para hacerse de una Harley y enseñarla por el pueblo una tarde de verano. Se pegó hasta bien entrada la noche paseando chavalería de aquí para allá, con la lágrima saltada y la sonrisa de oreja a oreja, como un niño con juguete nuevo. Al poco abrió su propia tasca, con los detalles justos, pero uno que a mí me hacía permanecer las horas muertas allí postrado. Se trataba de unas fotos que tenía en la pared, fotos la mayoría de los noventa, siempre con amigos cerca y el cubata en la mano, hechas en su día en quedadas de moteros que echaban la tarde en el campo o en la sierra. No le hacía falta mucho más que eso, su pequeño negocio y su burra, como decía. Su inocencia hasta en eso le delataba…
De esos tipos que no se les nota cuando están, pero que cuando faltan uno mira su banco vacío y extraña su presencia. No era de hacer chistes ni chascarrillos, ni simpático ni antipático, no destacaba en su oficio, la hostelería, dejando las baguettes a medio hacer y la cerveza mal tirada. No se las arreglaba para las cuentas, sabía lo justo de papeleo y licencias. Mas lejos de todo eso tenía algo, esa estrella que portan algunos bendecidos, esa luz que le hacía cálido y cercano a pesar de los pesares, y es por eso que cada fin de semana volvíamos, a su billar de tapete roído y taco gastado. Todo lo demás era lo de menos, para nosotros y para él, pues con ir sacando para gasolina y papeo, según murmuraba, bueno era. Poco más necesitaba…
Pero un día Ferrer se fue, en silencio, como hubiera querido. Su hígado dijo basta, joven, quizás cuarenta y tantos, si acaso, haciendo a mi generación un poco más huérfana de momentos auténticos y vivencias que merecen la pena. Y si lo pienso, hasta en eso fue genio, pues se fue como vivió, como y cuando quiso, dejándonos en testamento a cada uno una historia, a veces graciosa, a veces amable, suficiente para traer al fuego su honrado ejemplo y desear con fuerza con él reencontrarnos, en esa taberna, al final de la barra, aunque solo sea por preguntarle por su Harley y ver nacer de su rostro aquella inocente y honesta sonrisa, la misma que aún muchos recordamos tanto como echamos de menos aquí, por estos nuestros lares…