Enrique Vazquez Oria

Miuras con DNI

Quinientos kilos de bicho, encastao, negro zaíno, astifino y bragado. No, no hablo del toro que mató a Manolete ni de la corrida del Martes de Feria en la Maestranza. Semejante animal me lo encontré el otro día en el supermercado, al final del pasillo de los yogures, haciendo cola en pescadería. Tendría unos treinta años, mujer de gesto mezquino y amargado, empujando un carro atestado de latas de conservas y dulces, con voz molesta y malos modos. Y allí dio con sus narices, en la fila del pescado, donde hasta su llegada reinaba la tranquilidad y el agrado. Pero como quien sale de chiqueros, rebuznó lo que quiso sin esperar su turno y se fue tan ancha, gritando en desprecio a las voces que le pedían respeto y paciencia, dando coces a educadas estudiantes y señoras de trapío. Desprendía un olor fétido a carne humana descuidada mientras las lorzas de su tripa jugaban a bailar el hula-hop alrededor de su secuestrada cintura, si es que aún conservaba tal privilegio bajo esa masa deforme…
Allí me ví con mi capote, torero, rozando su cornamenta mientras galopaba a mi vera. Un Miura que nunca debió salir del campo y del yerbajo, donde viven las bestias y las moscas…
Un animal de los buenos, más allá de los kilos de más y el mal aspecto, animal por olvidar reglas sociales y palabras amables, dar de lado a la bondad y al buen hacer, aunque sólo sea por educación o apariencia. Con lo caro que cuesta ir a los toros y allí lo tuve de balde, a medio metro, sin espada y sin muleta, como los buenos novilleros. Ahora entiendo al torero y al banderillero, ¡Qué miedo Manolete!, ¡Qué miedo maestro…!