Enrique Vazquez Oria

Mi tía Isabel…

Vive en la sencillez, caminando despacio, como respira, como el latir apacible de un corazón que no conoce más pecado que dar la espalda a la inocencia antes de tiempo. Su sonrisa, sincera, su bondad, infinita. Su mundo no sabe de leyes más allá del altruismo por los que quiere, no hay lamentos para el que acerca el barco a su orilla, su victoria ante la vida es eterna…
Le encontró el destino antes de tener espada, dos hijos que hoy son la mejor expresión de su quehacer por este páramo de existencia. Y sola, ante todo, los educó, a la vez que tomaba ejemplo de sí misma, pues no tuvo más referencias que las burbujas que parecían divinas y llenas, pero que al rato explotaban y dejaban un vacío amargo…
Vistió su estampa de esperanza y de trabajo, desde cero, donde empiezan los grandes, y fue construyendo con ahínco y esmero la mejor de las obras, la familia, abatiendo con destreza cada golpe de estilete, con armadura cada vez más firme. Cuida su estirpe de una manada de lobos continua que acecha el horizonte, vientos que soplan en contra y traen lodos que no merece el común mortal, y esos buitres a la espera de carroña, pero que saben que ante una madre hay poco que hacer, pues no hay mejor defensa que la indiferencia…
Y es que hay varias vidas en la tuya. Madre responsable, mujer trabajadora, amiga que responde, amante, hija comprometida… y en todas ellas la misma tez, sincera, sin tapujos ni contradicciones, con la mano tendida a los suyos, demostrando que no hay mejor ejemplo que hacer las cosas bien de manera sencilla, inspirando palabras humildes…
No espereis que tuerza la forma ante nada, ellas los gestos los hace con el corazón, y con el corazón te digo que quise que tuvieras unas letras, de tu sobrino, el mayor, ese al que tanto has mimado y querido, y que siendo ya medio hombre, se siente aún niño a tu regazo…