Enrique Vazquez Oria

Formas de agradecer…

De vez en cuando viene bien vencer la pereza, aunque sea Sábado y la modorra de la sobremesa haga mella en las ganas de hacer nada. No soy yo precisamente ejemplo de batallas ganadas al hastío, pero fue el caso este fin de semana. Me eché unos euros al bolsillo, me calcé la ropa de entrenamiento y me lancé a disfrutar de la ribera del río Guadalquivir una tarde cualquiera de Otoño. Fue toda una experiencia. Y es que si uno no adolece de algo, hasta el punto de convertir la virtud, a veces, en defecto, es de ser observador. Y claro, mis sentidos se embotaron con tanto donde poder echar el ojo. Los niños correteando detrás de la pelota, enamorados jóvenes sobre el césped dando la razón a la poesía de Don Gustavo, turistas anestesiados por la mezcla de colores en el horizonte, ese encanto de cielo que sólo Sevilla sabe parir en Otoño. Fue un trayecto agradable, desde luego que lo fue…
Pero lo mejor me estaba esperando al final del río, al acercarme por detrás a un hombre que tenía allí echada la caña esperando paciente el tintineo del sedal. Inocente le pregunté, -¿Pican?… El hombre giró la cabeza, sonrió tras su barba y torció el gesto, dejando entrever que la cosa no prometía. A punto de marchar, llamó mi atención y me preguntó por Rafael, el frutero. Quedé perplejo. Me resultaba familiar su voz y pronto caí en la cuenta. Se trataba de Don Esteban, profesor en mis primeros años de facultad, ya jubilado, padre de Amaya, compañera de fatigas en mi etapa comercial, a la que le tenía perdida la pista. Le estreché la mano y me senté a su lado, honrado por tener como fiel lector a una persona tan auténtica. Le recuerdo en clase con el puño alzado y el corazón en vilo, como los guerreros que nunca dejaron de serlo, y eso me enamoraba…
No tardó en preguntarme con ojos de adolescente sobre montones de las historias que en este espacio les he relatado tantas veces, por Antonio, el camarero, por mi familia, por mis amigos, por infiernos, tsunamis y hasta por mi perro, lo cual daba buena cuenta de su afición por estas líneas…
Disfruté al verle enamorado de mis cuentos, al hacer como suyas cantinelas que nacieron en noches solitarias, escuchar su carcajada al recordar mis sátiras contra los poderes políticos y los hombres de mentira. Quedé embobado al comprobar que daba la tabarra a Amaya para que le pusiera mi página y deleitarse con la música que tengo escogida. Al poco, torpe en mis gestos, le volví a estrechar la mano y caminé tras mis pasos, pensativo y abrumado. Y es que sólo por escucharle unos minutos hablando de mis fábulas han valido la pena todas esas noches en vela dándole a la tecla. Porque no existe mejor reconocimiento que el que no esperas, Don Esteban, y usted, igual sin quererlo, me lo ha regalado a la orilla de mi río favorito, y si no es con estas letras, permítame, no sabría otra manera de agradecérselo…