Enrique Vazquez Oria

Familia de alquimistas…

En otro tiempo, lustros de caballeros y brujería, habitaban en el anonimato personajes cercanos a la santería, científicos de espátula y pociones mágicas que suspiraban por convertir cualquier mezcla extraña en oro. Eran los llamados alquimistas, almas obsesionadas con probetas y sustancias a la luz de un ventanuco, testigo de un mismo número de ilusiones como de decepciones. Urdían planes quiméricos imaginando eurekas y albricias, pero terminaban entonando el pobre de mí antes de lo que canta un gallo, enloqueciendo en madrugadas frías por sueños imposibles. Jamás ninguno consiguió su objetivo, al menos que sepamos, pero hoy valoramos en forma de letra su paciencia y esmero, como todas las cosas que merecen la pena, con su honorable reconocimiento, por mucho que llegue a destiempo y con tinta desteñida.
Tuvieron que pasar los años y las épocas, los alquimistas se olvidaron y los libros los proclamó poetas de otro tiempo, ensimismados en vagas vacilaciones y anhelos de soñadores incomprendidos, perdurando su ejemplo hecho aventura, marchando en silencio, en santa compaña…
Pero si tiene usted suerte, si los astros le son favorables y el destino lo permite, igual se encuentra aún con alguno, despistado, inconscientes de lo que son pero dignos que lo que creen andar haciendo. Yo he tenido la dicha de conocer unos cuantos, genios que, sin quererlo, han conseguido hacer oro de la nada, o desde muy poco, terminando por moldear figuras exquisitas, como el mejor de los acabados de un buen artista. El resultado, superlativo, arte y genio unidos para regalar al universo mordiscos divinos, caricias en forma de notas musicales para facer magia en tus oídos. Y hoy se me ocurre uno, al menos, mientras me deleito con su obra y una copa de vino, ambos indicados para paladares finos y sensibilidades a flor de piel…
Se trata de Víctor, sobrino de mi amigo Tomás, compositor de obras excelsas desde bien enano, creador de música y lágrimas, pues su arte no deja indiferente, a pesar de todo, de su bella locura, de su paso distraído, de su caminar desairado. Nieto de una guerrera, Isabel, de la que un día haré semblanza. Hijo de la penumbra….
Por eso digo, debe ser alquimia, lo de esos padres, humildes trabajadores, buenas personas en medio de un mundo que aprieta y muchas veces ahoga, pero fieles a sus verdades, midiendo cada palmo para no salirse del tiesto y poder seguir teniendo oportunidades. Son alquimistas, desde luego, de los de antes, porque no hay mejor obra, sin duda, que la que nace de seres con una mano delante y otra detrás, pero con los puños llenos de dignidad, humildad, y unas cuantas gotas de maestría. Dios les conserve en eternidades por el bien de todos nosotros, sus vecinos, mas hasta entonces, será un honor para mí que acepten mi respeto y mi admiración, además de unas pocas palabras hermosas …