Enrique Vazquez Oria

Don Rafael, el frutero…

Hoy quiero traerles al arrumaco de nuestro fuego una historia digna de ser contada. Tengo por buena costumbre últimamente departir con Don Rafael, el frutero de mi barrio, sobre cualquier cosa que venga a cuento. Un día fútbol, otro día es política, algunos sobre pura filosofía, de vida, claro, porque en eso, créanme, es una eminencia. Ocurre hasta que el pequeño dispensario se le llena de marujonas y con un leve guiño me despide, y así viene ocurriendo desde hace tiempo. Don Rafael es un hombre recio, de los de antes, con el mentón pronunciado y las manos gruesas, herencia de otro tiempo donde cultivaba su propia huerta. Peina canas pero conserva el pelo, como él dice, blancas como su corazón, sevillista y libre. Tiene guardada una sonrisa y un consejo para todo aquel que asome, y es que se conoce al dedillo las propiedades curativas de su fruta. Que si usted anda cansado, sus naranjas, la mejores; que si la señora tiene mal las articulaciones, manzanas y peras de agua, no lo dude. Tan bien lo hace que uno sale de allí convencido de lo que se lleva, además de llevarte de regalo una sonrisa, su sonrisa, gesto apreciado por todo el que le estima, pues lleva vendiendo fruta, en el mismo puesto, casi cincuenta años. Siempre con su esposa, hasta que se la llevó el cáncer un frío invierno, pero Rafael no perdió jamás las buenas maneras y las ganas de vida, y eso le hace grande entre los grandes, y testigos somos todos los que allí acudimos cada mañana…
La casualidad quiso que, desayunando en una pequeña taberna que hay al lado de su puesto, el camarero y dueño, compañero de mili de Rafael y algo más que un amigo para nuestro protagonista, me hiciera una confesión entre café y café. Al parecer, desde hacía dos años, desde que su mujer faltaba, Rafael iba a tomarse el vinito a su bar, los Viernes tarde, como premio a una semana dura. Y cada Viernes, Rafael, solemne, le pedía al dueño permiso para hacer desde allí una llamada. -Era corta, él no hablaba, me extrañó desde el principio…- me dijo el dueño. Y fue cuando un día decidió, al irse Rafael, pulsar sobre el botón de rellamada, extrañado por tanto misterio…
Tenían que ver sus ojos brillantes. Me comentó que aún le temblaban las piernas al recordar al otro lado del auricular la voz de su esposa, la de Rafael, que hablaba, con voz joven, de dejar el mensaje después de la señal. Entonces entendió que Don Rafael llamaba a su propia casa para escucharla, cada semana después de la copita, aunque fuera sólo una grabación de contestador, pero probablemente la única manera de sentirla cerca, al menos un momento, suficiente para seguir adelante. Es quizás por eso que nuestro héroe no ha perdido la sonrisa, es por eso, y por mucho más, que Rafael, el frutero de mi barrio, tiene mi eterno respeto…