Partían de Sevilla 5 naves, 234 hombres a bordo, un 8 de agosto de 1519, con la intención de encontrar un paso marítimo hacia los territorios de las Indias Orientales, buscando el camino del oeste que los haría volver a casa por el otro lado del globo, si es que éste era redondo, que no es que estuviera aún demasiado claro. Entre la tripulación, imaginen, la mayor chusma recogida de las calles de nuestra querida España, con poca o nula experiencia en lides náuticas, a huevos, que diría aquel. Los había duros y callados, del Norte, recios, pero también estaban los pícaros y graciosos del Sur, pues hay cosas que nunca cambian oiga, pero todos a una desde las primeras orillas de nuestras costas, no lo duden. A los 3 meses, tras tormentas de verano y vientos en contra, arriaron velas a la altura de lo que hoy es Río de Janeiro, sin grandes novedades en el frente, con la lucidez intacta y las provisiones cubiertas, dentro de lo que cabe. Pero el invierno se hacía duro, de a poco, y al tiempo que surcaban las aguas de Tierra de Fuego buscando el paso hacia el Pacífico, 3 naves, con sus respectivos capitanes y marinería, se sublevaron al almirante por el trato despectivo que recibían. De esta guisa salieron escaldados unos cuantos, perdiendo, ya antes de cruzar el estrecho americano, una de las naves, y volviendo tras sus pasos hacia España otra de ellas, con lo que quedaban 3 en medio de un vasto y desconocido océano de mareas claras y tranquilas, haciendo honor al sobrenombre de pacífico que allí mismo se le inventó.
Pero iba a empeorar la cosa, como de costumbre, y la mala suerte iba a hacer que no avistaran tierra firme en tres meses, con la moral baja y el estómago vacío, cuando no lleno de serrín o cuero reblandecido, sufriendo en mayoría la desgracia del escorbuto por el agua podrida que llevaban bebiendo hacía tiempo. La hambruna, al poco, ya era la norma, pagándose con monedas de oro el bocado de una simple rata, haciendo que los dientes de los que quedaban se escondieran y las enfermedades mortales y dolorosas estuvieran a la orden del día. Ya en Molucas, el 6 de marzo, nada más desembarcar, tenían mil doscientos indígenas esperando entre los arbustos con mala saña y peores intenciones, cayendo de aquellas el primero de a bordo, Magallanes, así como también su sucesor, Duarte de Barbosa, al que castigaron junto a 60 de sus hombres en un ataque sorpresa organizado por Cebú. El resto de la expedición, al mando de Elcano, cargó especias y quemaron la tercera de las naves, quedando en liza únicamente la Victoria y la Trinidad, aunque esta última navegaba con dificultad y decidió dar la vuelta hacia Panamá para su reparación. Por tanto, sólo una nave, y Juan Sebastian Elcano, natural de Guetaria, municipio vascuence cuna de navegantes, al mando de 18 valerosos hombres, con medio mundo por delante para llegar por fin a casa, hecho que por fin sucedió el 8 de setiembre de 1522, después de superar mil temporales y cientos de miserias propias de un viaje de este calibre que no les pasaré a contar ahora…
Una humilde placa recuerda a los que llegaron en la fachada del ayuntamiento de Sanlúcar, héroes olvidados que fueron elegidos por la historia para escribir, quizás, la mejor de las aventuras que jamás se ha relatado. En todos ellos y su honorable ejemplo pensé al ver desgañitada a esa mujer a pie de muelle, en el Puerto de Melilla. En ellos y en los que nunca llegaron a tocar de nuevo nuestra santa tierra. Por todo eso, permita usted, señora estridente de gruesos labios y cutis retocado, que me descojone en su cara en esta mañana fría, por muchas penas que me venda por un simple retraso en su ferry. Así que no me venga, por favor, a tocar hoy los huevos, que seguro que al final se termina comiendo el pavo con los suyos…