Enrique Vazquez Oria

En la vida hay mantas y mantas. Están los que la llevan puesta todo el día, arriba, en la cabeza, y los que sólo la utilizan para caer en brazos de Morfeo, o, como mucho, en brazos de algún personaje, anónimo o no, homo o hetero, que eso le importan a sus bajos, que para eso son suyos. Estos son los que toca hoy…
El gesto de ternura es natural, sereno. Una mano acariciando la del otro casi con descuido. No furtiva, sino discreta. Los miro con atención y agrado. Es bueno que la gente se quiera, me digo. Son dos treintañeros correctísimos, el aire educado. Uno de ellos –el que acaricia la mano del otro–, muy bien parecido. Visten ropa deportiva pero buena, con un puntito de clase. El cabello lo llevan muy corto. Sobre la mesa, junto a los cafés y las tostadas, hay un libro cuyo título no alcanzo a distinguir y una guía turística de la ciudad. Hablan bajo, en francés, y observan a la gente que pasea por la Avenida, entre el Metrotren y la Catedral. Es la segunda pareja de homosexuales que vi ayer, y la duodécima, o así, en los tres días que llevo yendo al centro. Los he visto paseando por Santa Cruz, sentados en una cafeteria de la Constitución, siguiendo admirados y atentos, las evoluciones de los cantautores hippies que reunen gente en la calle. Gente mesurada, observo. Sin estridencias. Y eso me gusta. Una mariquita escandalosa incomoda tanto como un macho brutal y cervecero dando voces en la barra de un bar. Cosa de gustos. Se lo hago notar a Juan Carlos,más de Sevilla que la Giralda, mi compañero de fatigas en la facultad tantos años. Os estáis homosexualizando mucho por aquí, chaval, le digo. Aunque en plan bien. Cada año veo más parejas así. Gente agradable y guapa. O quizá guapa de puro agradable.Gente de verdad es lo que quiero, me da igual con quien se lien la manta, mientras no salgan a la calle con ella en la cabeza…